Entre las luces bajas del Foro Shakespeare y el murmullo atento de un público que no sabe qué esperar, Conejo blanco, conejo rojo ha logrado lo impensable: convertir el acto escénico en un salto al vacío. Esta obra del dramaturgo iraní Nassim Soleimanpour —montada en la capital por diversas compañías independientes— ha sido una de las joyas del teatro alternativo en la CDMX, desafiando formatos y reformulando el pacto con el espectador.
El truco (o el hechizo) está en que el actor o actriz invitado no conoce el guion hasta el momento exacto en que pisa el escenario. Lo abre frente al público, lo lee en voz alta y lo interpreta a quemarropa. No hay ensayo, no hay dirección previa, no hay red de seguridad. El resultado es una experiencia tan cruda como lúdica, tan política como íntima. Cada función es irrepetible, como si el teatro, por fin, se comportara como la vida misma.
Este fenómeno ha generado una especie de culto entre públicos jóvenes, teatreros de hueso colorado y curiosos del riesgo escénico. Conejo blanco, conejo rojo no solo ha llenado salas pequeñas: ha llenado vacíos de sentido. Ha recordado que el teatro independiente mexicano tiene más vida que presupuesto, más creatividad que escenografía, y más valor que certezas.
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