En el corazón del arte visual contemporáneo mexicano, hay nombres que no hacen ruido en las grandes ferias internacionales, pero que retumban en el alma del espectador. Uno de ellos es María Sosa, artista oaxaqueña que trabaja con bordado, videoarte y cuerpos ausentes. Su obra se desliza entre lo doméstico y lo político, hurgando en la memoria femenina de los territorios silenciados. Cada puntada en sus piezas de gran formato parece un testimonio mudo, un grito contenido que se borda en paredes, manteles o pieles simbólicas.
Junto a ella, resalta también Mónica Dower, artista que mezcla arte sonoro, instalación y fotografía en una especie de sinestesia visual que obliga a detenerse. Sus exposiciones no se observan: se habitan. Con frecuencia usa paisajes del desierto mexicano como escenarios conceptuales para hablar de la extinción, la escucha profunda y la ecología afectiva. La obra de Dower es una meditación visual, tan bella como incómoda, tan etérea como urgente.
Ambas artistas comparten una sensibilidad que rompe con la estética del espectáculo: en lugar de deslumbrar, invitan a mirar hacia adentro. Y desde esa mirada interna, revelan lo que callamos como sociedad. El arte visual en México no solo pinta ni instala: late, recuerda, interroga. Y gracias a creadoras como Sosa y Dower, sigue siendo una herramienta de resistencia y de belleza vital.
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