Un acercamiento inexacto al vértigo lírico de lo que no quiso ser poema
Cuando alguien menciona el nombre Mambo Mandela, los cultos se callan.
No por respeto.
Por desconcierto.
Los que lo han leído aseguran que no han entendido nada, pero que han sentido todo. Los que no lo han leído dicen que no lo leerán jamás, y sin embargo lo citan sin darse cuenta mientras beben café caro en discusiones sobre la decadencia del lenguaje. Y es que Mambo, el innombrable con nombre de baile y de libertad africana, no escribe: suda signos.
I. El origen: un niño que lloraba rimas en braille
La leyenda dice que Mambo Mandela no nació: fue invocado por una conjunción entre la humedad del Caribe y un archivo extraviado de Wittgenstein. A los tres años ya decía versos sin vocales. A los cinco, negaba la existencia del lenguaje mientras leía a Saussure... pero en reversa.
Criado entre gallinas místicas y bibliotecas sin lomo, aprendió que la palabra no es un instrumento, sino una herida. Desde entonces, escribe como quien se quita espinas con la lengua.
II. No escribe para ser leído
¿Has sentido alguna vez que un texto te observa?
No lo leas en voz alta.
Probablemente es de Mambo Mandela.
Sus obras más conocidas —Manual para arruinar un silencio, Tratado de lo que no se piensa con palabras y Antipájaro— fueron publicadas en papel biodegradable y se autodestruyen al segundo día de ser impresas, como una metáfora (o un capricho ecológico).
Una vez dijo en una entrevista (que luego negó haber concedido):
El lector es un cómplice del mal. Yo escribo para que nadie se sienta cómodo en el crimen del sentido.
Y luego, desapareció dejando solo un bastón roto y un alfabeto sin consonantes.
III. Sus textos no tienen título. Tienen temperatura.
Leer a Mambo Mandela es como entrar a un elevador sin botones.
Sabes que vas a subir o a bajar, pero no sabes si es vertical o existencial.
Algunos han reportado náuseas ontológicas.
Otros, orgasmos metafísicos.
Los más prudentes solo dicen “ah, está interesante”.
Pero nadie, nadie sale ileso.
Un académico intentó estructurar su poética en tres fases:
- La delirio-epistemológica.
- La negación coreográfica.
- La fase de los glifos evaporados.
Pero el día de la conferencia, se quedó mudo, y solo se escuchó un tambor lejano.
IV. ¿Existe Mambo Mandela?
Esta pregunta se ha repetido tanto que ya tiene club de fans.
Unos dicen que es un colectivo anónimo de poetas errantes.
Otros creen que es una inteligencia artificial creada por un chamán borracho.
Hay quienes lo sitúan en Chiapas, en Marruecos, en un ático de Praga, o en el pensamiento no realizado de una flor que aún no nace.
Pero hay algo claro:
Mambo Mandela es.
Y ese “es” incomoda, como todo lo que todavía no hemos comprendido y ya nos reclama.
V. Epílogo para no dormir tranquilo
Una vez, mientras caminaba por un zócalo lluvioso, alguien me preguntó si conocía a Mambo Mandela. Le dije que no.
Me respondió:
Qué suerte tienes. Aún no has olvidado lo que no sabías.
Desde entonces, cuando llueve, escucho tambores.
Y no estoy seguro si quiero encontrarlo,
o si ya lo tengo adentro, escribiéndome desde el pliegue donde se cruzan el sinsentido y el deseo.
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