El 9 de julio no es cualquier martes (ni miércoles, ni domingo): es el día en que Argentina nació a los gritos de libertad, allá por 1816. En plena casona de San Miguel de Tucumán, los representantes de las Provincias Unidas del Río de la Plata firmaron el acta de independencia y dejaron claro que ya no querían saber nada del rey Fernando VII, ni de su corona, ni de su manía de mandar desde lejos.
Pero ojo, no fue una decisión improvisada. En ese entonces, el continente hervía con ideas libertarias. Venezuela ya había hecho lo suyo, México estaba en plena revolución de cura e insurgente, y los argentinos venían tanteando la libertad desde la Revolución de Mayo de 1810. Lo del 9 de julio fue el paso definitivo: se rompió el cordón umbilical colonial.
La casa, la patria y el mate
La Casa Histórica de Tucumán, donde se firmó la independencia, se volvió el símbolo máximo de la argentinidad. Cada año, se llena de actos, banderas celestes y blancas, y hasta se le canta al aire: “¡Viva la Patria!”. No falta el locro, la empanada, ni el mate bien cebado (y si no hay, no es 9 de julio, es solo un martes aburrido).
¿Y por qué importa tanto?
Porque independizarse no es solo sacarse al rey de encima. Es atreverse a imaginar un país propio, con sus errores, aciertos y asados. Argentina lo hizo con coraje y con conflicto (no todo fue unidad, claro), pero lo hizo. Y desde entonces, el 9 de julio recuerda que las naciones se construyen luchando… y celebrando también.
🎙️ Reflexión Banana No:
¿De qué cosas deberíamos independizarnos hoy? ¿Del algoritmo, de los malos gobiernos, de la inercia de no cuestionar? La libertad no es un evento, es un proceso. Y se celebra con conciencia, alegría… y una buena empanada en la mano.
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